La pedagogía social en los bienes comunes
Gleidy Alexandra Urrego Estrada
Institución Universitaria Colegio Mayor de Antioquia
gleidy.urrego@colmayor.edu.co
Sandra Elizabeth Colorado Rendón
Institución Universitaria Colegio Mayor de Antioquia
sandra.colorado@colmayor.edu.co
Luisa Fernanda Betancur Hernández
Institución Universitaria Colegio Mayor de Antioquia
lbluisafernanda@gmail.com
Resumen:
Palabras clave:
bienes comunes, pedagogía social, territorio.
Abstract:
The purpose of this paper is to address common goods from a social pedagogy perspective, that is, as a know-how that enables a critical understanding of its operation, through gathering. The methodological route is of a qualitative type with a hermeneutic method, through a bibliographic search in relation to the categories social pedagogy and common goods, in the same way, the hermeneutic exercise was systematized to grant consistency to the writing. As a discussion and result, the common goods work in a capitalist present and this makes that I, you, they and us, are the ones who make it appear as a susceptible and necessary matter to defend. Therefore, it is necessary that the intangible or immaterial common goods be recognized by those who make them possible as means and ways of life.
Keywords:
common goods, social pedagogy, territory.
Introducción
Los bienes comunes, en un sentido analítico y con criterio hermenéutico, se sitúan en la expresión inglesa common, sin que esté vinculada a la producción de bienes y servicios de una manera generalizada. De hecho, es pertinente problematizar la concepción de lo común, la cual se ha asumido como bienes ya dados, por el contrario, Ostrom (2000), Gutiérrez, (2017), Laval y Dardot (2015) posibilitan su comprensión desde la co-actividad y la co-creación que se origina desde la juntaza de una comunidad o grupos de individuos que lo configuran como tal.
En tal sentido, los bienes comunes requieren ser abordados mediante acciones en las que se aplica un saber que, a través de técnicas, se comparte y se acrecienta; esto es, en la pedagogía social (Mondragón y Ghiso, 2010) los bienes comunes se instalan y se problematizan desde la acción, capacidades, reciprocidades y vínculos que orientan la práctica colectiva como proceso vital de las comunidades. Es de resaltar que la pedagogía social y su relación con los bienes comunes, para el presente escrito, superan el discurso económico y cosificador del valor de cambio y la propiedad privada, para situarse en una co-actividad, uso y valor de cambio (Cf. Harvey, 2004) desde una perspectiva de intervención y co-creación de estos. Como se indica en Despret (2022) los bienes comunes, al asumirse desde una lógica de propiedad privada, adquieren una naturaleza limitada y exclusiva y, desde luego, pierden su propósito colectivo.
Los bienes comunes como se indica en Ostrom, (2000) son del disfrute colectivo, pero la mayoría de ellos son susceptibles a un modo de gobierno que garantice su regulación, es decir, su uso, y así establecer el límite jurídico entre lo privado y lo público, de modo que, el acceso, el derecho a la propiedad y su funcionamiento están fundados en el bien social e interés general, puesto que son bienes públicos gobernados por el Estado. En los bienes comunes se requiere de capacidades y saberes de autoorganización social para dirimir, tal vez, conflictos y tensiones resultado de posibles intereses por cooptarlos. En Argadoña (2011) los bienes comunes no excluyen, sino que generan vínculos y posibilidades de articulación social que están en constante cambio, o como también lo señalaron Laval y Dardot (2015), estos no son per-se, sino resultado de un vivir juntos que supera y no está inscripto en la lógica neoliberal de la rentabilidad por su uso, y tampoco en la lógica del capital la cual los asume como inagotables.
No obstante, conocemos las consecuencias dramáticas de esta nueva concepción de la propiedad, qué favoreció y qué destruyó: conocemos la historia de los enclosures, la expulsión de las comunidades campesinas de las tierras cuyo disfrute les correspondía consuetudinariamente y la prohibición de sacar de los bosques los recursos esenciales para su vida. Con esta nueva concepción de la propiedad se asiste a la erradicación de lo que hoy en día se llaman los commons, que eran objeto de usos colectivos, coordinados y autoorganizados de los recursos comunes, como canales de riego, pasturas comunes de bosques (Argadoña, 2011, 20-21).
Por tanto, al presente escrito le interesa resaltar que los bienes comunes no solo son de corte teológico, jurídico y económico, sin que ello implique que allí esté centrada su concepción, por el contrario, es la pedagogía social la que posibilita una postura crítica frente a su concepción, uso y trasformación de lo que se puede constituir como comunes. El presente escrito es de tipo cualitativo con método hermenéutico. Su ruta metodológica tiene dos momentos; en el primero, se relaciona los vínculos conceptuales entre las categorías pedagogía social y bienes comunes, para ello se realiza búsqueda bibliográfica sobre estos conceptos, autores y posturas relevantes. En un segundo momento, se realizó una matriz de sistematización de categorías que da cuenta de referentes, posturas, subcategorías y en especial, categorías emergentes alrededor de las perspectivas de la pedagogía social de los bienes comunes, para proceder con la escritura de los resultados.
La estructura del artículo es la siguiente: en una primera parte se abordarán los bienes comunes desde la pedagogía social, así mismo, la pedagogía Decolonial como un horizonte posibilitador y reflexivo hacia y para los bienes comunes. En una segunda parte, la discusión desde el ámbito legal y político en Colombia en torno a los bienes comunes desde el derecho a la propiedad colectiva. En una tercera parte, se aborda el territorio en clave de los bienes comunes y la democracia participativa en este mismo sentido. Por último, las conclusiones sobre el horizonte de lo común están centradas alrededor de los cambios culturales y sociales desde un enfoque comunitario.
Desarrollo
Elementos de la pedagogía social para pensar los bienes comunes
La pedagogía social tiene sus orígenes en Europa y, de acuerdo con Pérez Serrano (2002), se pueden datear desde el siglo XVIII. Sin embargo, Pérez Serrano toma como referente a Paul Natorp quien sigue las enseñanzas de Kant y Hegel, con la máxima de que el hombre es educado por la sociedad y, por tanto, las apuestas pedagógicas están centradas en lo humano.
En el siglo XIX, según Quintana, citado en Pérez Serrano (2002, p. 204), la noción de pedagogía social es acuñada al escritor Adolf Diesterwerg, quien luchó para que la escuela fuera independiente de la religión; además escribió un primer libro en el cual utiliza la frase de “pedagogía social”. Por ello se le atribuye la creación de este término. De otro lado, en Latinoamérica se vienen realizando acercamientos desde diferentes miradas y desde estas comprensiones los autores Ghiso y Mondragón (2010) mencionan que la pedagogía social “es considerada como una disciplina orientada a la práctica” (p.22).
Aunque la pedagogía social nace en Europa por sus fundamentos filosóficos, se puede aseverar que no es un modelo que busque perpetuar una sola forma del pensamiento y que su orientación está en poder acompañar y orientar a aquellos que no hacen parte del sistema, es decir, los excluidos. En tal sentido Caride, J., Gradaílle, R. y Caballo, B. (2015) manifiestan que la pedagogía social trasciende el proceso educativo, permitiendo ver a los sujetos como transmisores de sus procesos individuales, sociales y culturales. De hecho, la pedagogía social puede aportar a la trasmisión de saberes comunitarios, sociales y ancestrales, mediante prácticas orales y de haceres que también han adquirido un respaldo científico social, mediante herramientas como la etnoeducación y técnicas dialógicas y participativas que permitan resolver conflictos o situaciones que se presenten en la actualidad. Es importante definir que no se está hablando de conflictos cotidianos, sino de aquellos que exigen al momento histórico revelar otras respuestas que generen posibilidades para solucionar la problemática presentada.
La importancia de la pedagogía social radica en su legitimación social, porque muchas comunidades, a través de personerías jurídicas sean corporaciones o fundaciones, comparten sus saberes, y es ahí donde toda la construcción epistemológica y metodológica de la pedagogía social puede aportar para el fortalecimiento y transmisión de estos saberes, que deben considerarse como bienes comunes. Es necesario resaltar que si la pedagogía social puede responder a las problemáticas del contexto o de una población específica, los bienes comunes que son originarios de saberes ancestrales o comunitarios, pueden también tener la respuesta o las herramientas para enfrentar la problemática y buscar alternativas de solución, por ello, acciones del cuidado del medio ambiente, el cuidado del otro, acciones de empatía, entre otras subjetividades, han encontrado respuesta en conocimientos ancestrales y es porque ellos, como pueblo o como nación, desde muchas generaciones anteriores, construyeron la manera para cuidar, proteger y reconocer la diversidad y la alteridad.
La pedagogía decolonial, una reflexión hacia y para los bienes comunes
Es de gran importancia señalar que la pedagogía social tiene como base el pensamiento crítico y, en tal sentido, reflexivo, como también lo tiene la pedagogía decolonial, puesto que ambas piensan en procesos educativos que están enmarcados por fuera de la escuela; los cuales no responden a currículos estandarizados. Por el contrario, buscan la construcción y el fortalecimiento de ciudadanías responsables y activas en la construcción de sociedades autónomas y reflexivas. Ambas se refieren a procesos educativos que se configuran a través de modelos pedagógicos que no hacen parte de un sistema estatal o aquellos que son estandarizadas en instituciones privadas o de orden social. Desde esta percepción, la pedagogía decolonial y la pedagogía social son referentes y modelos para este tipo de procesos sociales y políticos, que hacen parte del paradigma crítico social.
Aunque cada una tiene sus fundamentos y construcciones teóricas y metodológicas, también tienen elementos comunes que dan cuenta de cómo el paradigma crítico social alimenta estos dos modelos pedagógicos. Desde esta mirada crítica, es importante resaltar que los dos modelos pueden generar procesos que permiten a las comunidades conservar sus saberes propios y conversar sobre ello. Esos saberes que han permitido la construcción simbólica de sus raíces, sus sentidos de vida, sus emocionalidades colectivas, aquellos elementos que les permiten enraizar con sus historias, con su tierra, con su pasado y presente.
Pensar estos dos modelos pedagógicos (pedagogía decolonial y la pedagogía social) tienen como condición de posibilidad la configuración de una propuesta educativa que responda y piense en un espacio de aprendizaje más allá de la escuela, en el cual el otro ingresa con sus saberes, temores, conocimientos; donde su historia hace parte de ese espacio de aprendizaje y donde el sujeto asume responsabilidades en cada encuentro.
Para fines de este escrito se retoman los dos modelos pedagógicos porque aportan al fortalecimiento de los bienes comunes, en especial, a la comprensión de los bienes inmateriales, los cuales no se pierden ni quedan en el olvido. Es de considerar que el proyecto civilizatorio bajo su imperativo de progreso preconiza a las comunidades y a las poblaciones a normalizar la concepción utilitarista de la racionalidad económica moderna. En este sentido, al ingresar a un proceso de modernización, hay procesos sociales que se pierden; que entran en desuso o que ya no son funcionales para una comunidad. Un ejemplo un tanto sencillo puede ser el hacer las arepas o tortillas: este proceso ya no pasa por un hacer artesanal y gastronómico doméstico, sino que ingresa al sistema de la industrialización de la comida; de ahí que ya no se tenga que saber elegir los granos, el tipo de maíz para elaborarlas, como saber de la cocción, de la disposición de las manos para armar la figura redonda que al poner en una parrilla o comal. Este proceso sintetizado, industrializado termina en una tienda, a la cual se accede y se compra el producto, de todo lo demás queda una narrativa. Otro ejemplo se evidencia con el cuidado de los recursos naturales, cuando las comunidades indígenas establecen una relación diferente con el territorio y reconocen los ciclos de los ecosistemas, estableciendo prácticas pedagógicas que permiten a sus integrantes y otras personas hacer un cuidado integral de la naturaleza sin violentar o acabar con los elementos que se obtienen de la naturaleza, por ejemplo como es el agua, las plantas medicinales y otros elementos que sostienen la vida humana.
De hecho, la pedagogía decolonial y la pedagogía social comparten la base de que la red de vínculos constituye a la sociedad como totalidad. La primera se orienta a la práctica social y educativa que tiene como finalidad lo social. La segunda, como indica (Díaz Pérez, 2017) “es construida para rescatar estos saberes, ponerlos al nivel de los conocimientos de la modernización y poner en el debate público la necesidad de seguir sosteniendo estos conocimientos en la actualidad” (p. 203). Este modelo pedagógico se sustenta bajo los lineamientos filosóficos de Dussel, Mignolo y los trabajos desarrollados por (Quijano, 2000). Por su parte, la decolonialidad desde (Quijano, 2000) nos advierte de varios poderes que se ejercen desde la colonialidad, los cuales ejercen control desde lo cultural, lo político (el ejercicio de poder) lo ambiental (la administración de lo que se denomina recursos naturales), el eje del saber (es que se les da la importancia a ciertos tipos de conocimientos) y el eje del ser, el cual es la infravalorización del sujeto y de su valor en sí mismo (Méndez, 2021).
Cuando se develan las acciones y pretensiones del colonialismo se comprende que las operaciones para contrarrestarlo no solo pueden girar desde las dimensiones de lo político o lo social. Se deben asumir posturas y acciones desde lo pedagógico que permitan reconocer y enseñar los saberes propios y comunitarios, no como una estrategia de reproducción del conocimiento, sino como una estrategia que permita el sostenimiento de los pueblos y la construcción y consolidación de la memoria colectiva de las comunidades no occidentalizadas o no sumergidas en la modernización.
El modelo pedagógico decolonial pone en discusión los saberes de los pueblos, en tal sentido, (Grosfoguel, 2006) menciona como la llamada civilización obligó el dejar Ser para cumplir con los estándares europeos definidos desde el colonialismo. Desde esta visión del mundo, el lenguaje, la escritura, las creencias culturales y religiosas, las formas de relacionamiento, de alimentarse, vestirse entre otras, pasan a ser obsoletas y se configura una sola forma de ser, de pensar y de poder existir. De esta manera los conocimientos generados por muchos pueblos se fueron perdiendo y se fue logrando una especie de homogenización y de control que destruía la esencia, la razón de ser de muchas comunidades.
De ahí que la pedagogía decolonial pone como misión dar cuenta de aquello que fue nombrado como lo folclórico, la costumbre, o lo simple, aquellos conocimientos y saberes que le dan sentido a las comunidades que fueron arrasadas por el proceso de modernización, y sus sentidos culturales y simbólicos se basan en la capacidad del encuentro con el otro y desde la posibilidad de construir desde la pluralidad. En un mundo en el cual existe la diversidad, en un mundo que es habitado por otros mundos y otros universos, un mundo que ha sido visto por muchos ojos desde diferentes perspectivas y no desde una sola, la mirada impuesta por el colonialismo que, en un primer momento, entra inicialmente a fuego y sangre, en un segundo momento, a través de la religión y la dominación de las creencias y la domesticación de la fe y, por último, en la subordinación de la cultura.
A razón de ello, (Díaz Pérez, 2017) comenta cómo la decolonialidad y su pedagogía trabajan en lo simbólico y en lo cultural y, desde ahí más que los discursos abstractos, asépticos a los que tiene de costumbre la academia occidental, se impone los coloridos, el tejido, la comida, la danza, la música, como textos vivientes que son leídos de otras maneras: esta forma de construir conocimiento saca al sujeto de la racionalidad para poder aprender a través del cuerpo y desde ahí la lengua, los sabores, la piel, el movimiento, las escucha, los sentimientos que juegan un papel relevante en los procesos educativos establecidos a través de la pedagogía decolonial.
La etnoeducación como herramienta de enseñanza-aprendizaje
Dentro de la pedagogía Decolonial y, por supuesto, de la pedagogía social, la etnoeducación como una posibilitadora del reconocimiento y transmisión de saberes como bienes comunes inmateriales. (Walsh, 2013) realiza un recorrido por diferentes comunidades latinas, desde las comunidades brasileñas hasta los pueblos indígenas del sur de Colombia o los pueblos afrocolombianos. Este recorrido lo hace para evidenciar las estrategias pedagógicas que se tejen desde la decolonialidad, “las memorias colectivas” como lo nombra la autora y aquella diversidad que sugiere que el aprendizaje debe ser todo un canto a la vida y no una información que queda consignada en los cuadernos escolares.
La autora menciona como los procesos educativos que viven en las comunidades no solo deben ser reproducidos para cumplir con un currículo escolar, estas herramientas van mucho más allá para trabajar con el ser humano no solo el deber ser sino el Ser en sí mismo, con la capacidad de interactuar con el otro, sea un humano, la naturaleza o la tierra misma. Esa posibilidad de ampliar los horizontes y agudizar los sentidos, de vivir las consignas como la felicidad o el buen vivir, discursos que se reflejan en las practicas cotidianas de las comunidades, desde ahí se conforman en acciones, orientaciones, metodologías y rúbricas para transmitir qué es la vida y cómo vivirla.
La pedagogía Decolonial como se ha mencionado busca entonces resquebrajar la modernidad, ingresar por los vacíos que deja el modelo occidental y desde ahí desde esos vacíos poder resurgir. (Quijano, 2000) menciona que no es volver al pasado ni buscar los purismos de los pueblos o añorar el pasado. El proceso decolonial invita a la construcción de diferentes miradas y, por ende, la construcción de conversaciones culturales y paradigmáticas que permitan construir conocimientos y saberes nuevos o al menos renovados.
Así las cosas, (Walsh, 2013) invita entonces a que los modelos pedagógicos no solo se pueden fortalecer para sus propias comunidades. Estos métodos de enseñanza, los depósitos de sentido que tiene cada comunidad se deben poner en conversación con las demás comunidades que hacen parte del territorio, de esta manera se puede establecer una conversación entre saberes que permita que los procesos de mutualismo y retroalimentación comunitarios y así derrumbar las estructuras definidas y jerarquizadas que se sostienen a través del sistema educativo convencional y permitan la construcción de alternativas del desarrollo desde otras lógicas en la cuales el ser humano no es quien gobierna ni quien domina las demás especies. Por tanto, la etnoeducación también posibilita el diálogo entre lo jurídico, lo económico y lo social que envuelven la reflexión de los bienes comunes, puesto que su fin y medio es la enseñanza de las tradiciones, costumbres, sentidos de vida que cada pueblo define y hace en el día a día: trasmitir saberes para hacer posible la vida.
Los bienes comunes, un asunto de lo jurídico y la apropiación social del conocimiento
En cuanto a lo jurídico, los bienes comunes a partir de la modernidad, se instala su discusión en el derecho natural que comienza a consolidarse como la doctrina jurídica por excelencia del liberalismo y de los Estados, proponiendo desde la ley natural una concepción epistemológica que deviene con las teorías contractualistas de antaño que permitieron esa relevante transición hacia nuevos sistemas jurídicos que repercutieron en la institucionalización de la propiedad privada.
El presente acápite busca generar una sinergia entre los bienes comunes, el ámbito jurídico y la Apropiación Social del Conocimiento para encontrar un horizonte conceptual que posibilite el fortalecimiento de dichos asuntos a estudiar. Para empezar, es necesario que desde el ámbito jurídico que concierne al presente texto, abordar el derecho natural y sus inicios a partir de la ley natural. Una ley que tiene como origen lo divino desde Santo Tomás de Aquino y su concepción política a partir de Aristóteles. Así lo define (Bossini, 2022):
La ley natural es la expresión racional del orden real de las especies, en especial, la humana; orden materialmente racional (inteligible en sí y en efecto de una inteligencia ordenadora), dirigido a fines efectivos naturales de cada naturaleza específica y de la naturaleza cósmica, y en definitiva orden a un fin trascendente, que es Dios, principio y fin de todo lo existente (p. 63).
En ese orden de ideas, la ley natural desde la experiencia de lo divino, indica una concepción política de trascendencia humana que propicia un interés individual y que con John Locke expresa la fundamentación de los derechos naturales que dieron pie a los derechos de primera generación. Así lo afirma (Segovia, 2014): “al distinguir la ley natural del derecho natural, Locke abre la puerta de la justificación de los derechos naturales, que tienen como sostén la autopreservación, el propio interés” (p.174), por lo tanto, ese mismo derecho natural tiene como telos al individualismo como proyecto político antropocéntrico de la modernidad y, en la actualidad, sigue produciendo una legitimación junto con la racionalidad gubernamental neoliberal.
Ahora bien, de la ley natural y del derecho natural se desprende la propiedad; ésta se define como un derecho natural inherente al ser humano que comulga con sus intereses individuales propiciando la apertura hacia otros derechos de la misma índole que recaen solo en el individuo y, de los cuales, no hay cabida para pensar desde lo colectivo, es por esto que es una idea que tiene su génesis en la modernidad y que no ha desaparecido en el mundo contemporáneo, a pesar de que ha sido dinámico en cuanto a asuntos socio-políticos, continúa generando unas relaciones de producción basadas en el individualismo.
Es pertinente que la propiedad privada sea analizada desde los términos de la modernidad porque a partir de allí se localizan una serie de compendios políticos que van a ser parte de los Estados modernos y, por ende, de una época histórica que reafirma la concepción de los derechos civiles. Locke, citado por (Segovia, 2014), “dice que la protección de la propiedad personal es la misma ley de la naturaleza, es decir, su fundamento o principio primario; pero que ese fundamento no se confunde con el interés personal de sentirse o creerse libre para hacer cualquier cosa” (p.194), y es ahí donde el contractualismo entra a limitar el asunto de la propiedad privada para evitar disputas y conflictos.
Lo anterior identifica el trasegar epistemológico y jurídico del derecho natural y de la propiedad privada, que siguen una reciprocidad inherente que conlleva al origen de los derechos de primera generación, los cuales han garantizado el desarrollo individual del ser humano desde unas dimensiones económica y política, y que han generado unas desigualdades e inequidades que avasallan a partir la barbarie. Por último y, no menos importante, (Despret, 2022) nos lleva a dar una conclusión entre la propiedad privada y la propiedad colectiva en el asunto del “territorio”, en donde pone en evidencia la diferenciación y la problematización de la propiedad privada frente a los seres humanos como seres sociales:
El término “territorio”, con una connotación muy marcada de “propiedad exclusiva de la que uno se apodera, aparece en la literatura ornitológica en el siglo XVII, es decir, en el momento en que, según Phillipe Descola y numerosos historiadores del derecho, los Modernos resumen el uso de la tierra mediante un solo concepto, el de apropiación. Descola resalta que esta concepción adquirió la fuerza de una evidencia tal que hoy en día es difícil desprenderse de ella. Redefine el derecho de propiedad como un derecho individual y se apoya, al mismo tiempo, sobre la idea de un contrato que redefine a los humanos como individuos y no como seres sociales (p.20).
El anterior párrafo encierra el recorrido histórico de la propiedad privada como producto de un momento auténtico moderno que respondía a teorías contractualistas liberales y a la concepción jurídica del territorio como materialidad susceptible de ser agendado como propiedad privada. En el caso de este presente texto, el camino epistemológico y jurídico de la propiedad privada aúna el esfuerzo por comprender el contexto colombiano con sus particularidades y con la ambivalencia dentro de la ley entre la propiedad individual y el bien común. No obstante, desde la Constitución Política de 1991, los bienes comunes en Colombia incluso, desde lo jurídico, se inscriben dentro de esa dinámica étnica y ancestral que sostienen, no solo los bienes materiales, sino también, los bienes culturales o inmateriales.
Distinción de los bienes comunes
Si bien no hay un desarrollo jurisprudencial en Colombia que amplíe los bienes comunes intangibles como pueden ser los sabores, la música, las formas de organización entre otros. Es claro que estos bienes desde el horizonte de lo común deben tener como imperativo una perspectiva de lo social, lo cual permite que se inscriban en asuntos constitutivos como son: procesos de autoorganización, saberes múltiples y generación de iniciativas que no están en función de una triada neoliberal: acumulación, despojo y mercantilización, como recurso apropiable, cosificable, controlable y dominante.
En el caso colombiano, se ha venido hablando que los bienes comunes recaen en los grupos étnicos y ancestrales y en las comunidades organizadas que reconocen el valor de sus bienes inmateriales los cuidan y luchan por ellos, las cuales, han fortalecido a estos bienes desde lo colectivo y no desde lo privado, todo esto con el fin de generar un estilo de vida que les permita sobrevivir y compartir en comunidad; por lo tanto, para diferenciar a los bienes comunes materiales e inmateriales es importante iniciar con el siguiente prolegómeno de (Lartigue, 2014):
Los bienes comunes pueden clasificarse según su calidad y según su carácter. La calidad refiere a cualidades propias de los bienes, a su naturaleza y propiedades intrínsecas por las que asumen un valor, entendiendo este término no como un valor dinerario necesariamente. El carácter, por el contrario, se refiere a un conjunto de circunstancias y signos distintivos que son asignados desde fuera y, que refiere especialmente a la relación que establecen las personas o grupos con estos bienes (p.169).
Lo anterior antepone un parangón necesario entre lo tangible e intangible, puesto que este tipo de asuntos de lo común creados a partir de la comunidad exponen la necesidad de que estos bienes comunes pueden ser de dos tipos, sin embargo, se encuentran dentro de esa unicidad del bien común como una identidad especial de la sociedad y de sus acciones en una esfera pública. Frente a la calidad, dice (Lartigue, 2014), están “los bienes materiales, en los que se incluyen las cosas del mundo físico y tangible, los cuales son limitados, finitos, agotables, consumibles, depredables y competitivos” (p. 169), todo esto dentro de una cuestión de propiedad y utilidad material. Con respecto al carácter, (Lartigue, 2014) afirma que “los bienes comunes inmateriales son abstractos e intangibles y comprenden las ideas y las obras producto del intelecto humano, y todo aquello que podríamos incluir en la cultura como lenguaje, costumbres, saberes y tradiciones” (p.169). En ese mismo orden de ideas, estos bienes intangibles, a diferencia de los tangibles “se consideran ilimitados, infinitos, inagotables, no consumibles, no depredables y que no entran en contradicción entre sí” (Lartigue, 2014, 169-170).
Por ello, los bienes inmateriales que potencia la etnoeducación están suscritos en lo simbólico, en el arte y la cultura de los grupos étnicos y ancestrales en el caso colombiano. Desde una tradición oral, en estas colectividades, se construyen identidades y ciudadanías, las cuales permean la co-creación de la que hemos venido hablando en anteriores líneas en donde los saberes de los pueblos reproducen los discursos que les permiten existir y la capacidad de autoorganizarse en y para lo común dentro de los territorios.
Es de resaltar que los bienes tangibles e intangibles (Figura 1), desde el horizonte de lo común, se inscriben en la reapropiación democrática de los medios y modos para su realización, es decir que a través de la etnoeducación se pasa por la defensa de lo construido y las luchas históricas por la permanencia en los territorios que son multiescalares y de base comunitaria.
Figura 1. Características de los bienes comunes[1]
Fuente: elaboración propia.
Apropiación Social del Conocimiento en clave de bienes comunes
Para acceder a la propiedad en clave de lo común, debemos acoger otro tipo de conocimiento que implique un asunto simbólico e intangible, también etnoeducativo. Los bienes comunes no solo se inscriben dentro de esa lógica de lo material desde un territorio con recursos como el agua y la tierra, sino también a partir de los significados y significantes que la sociedad implementa dentro de su cotidianidad.
La relevancia de estos conocimientos que pasan de generación a generación promulga un sentido trascendental de Apropiación Social del Conocimiento que cimenta la esencia de los territorios y de su población. Es así, que, por Apropiación Social del Conocimiento, (de ahora en adelante, ASC), se entiende lo siguiente:
debemos entender la apropiación social del conocimiento como una práctica comunicativa mediada por la cultura, por las instituciones que la conforman, por los individuos y su interpretación personal de la sociedad en la que están inmersos, solo así se podrá lograr una comprensión holística de los saberes (Pabón, 2018, p.121).
Por otro lado, (Pabón, 2018) afirma que “es necesario tener en cuenta que el concepto de apropiación social aplica a una diversa gama de objetos, desde prácticas culturales, actividades económicas o ideas políticas” (p.123).
La ASC tiene su fundamentación en el Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación (2021), es decir, en Colombia se organiza una ruta que busca fortalecer los conocimientos de la nación y generar una participación más social de este tipo de prácticas culturales para producir y circular conocimientos y saberes.
Los bienes comunes, como se mencionaba anteriormente, no solo son materiales sino también inmateriales. Estos bienes comunes inmateriales hacen parte de un conocimiento propio o autóctono de cada comunidad en donde ésta debe procurar por sostener ese mismo conocimiento en el tiempo; conocimiento que deviene de la auténtica práctica de la sociedad como guardiana del simbolismo y de las acciones políticas que emanan de las concordancias culturales.
Esos bienes comunes inmateriales son la ASC de las comunidades, las cuales construyen y definen el efecto social de los mismos para el desarrollo a cabalidad de la praxis política y no institucional de la apropiación del bien común. El Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación, Minciencias (2021), ratifica la importancia de la participación ciudadana dentro de la protección de esos bienes inmateriales, por lo tanto, cimenta esa aportación como guardiana de conocimientos propios de las comunidades.
El binomio comunidad- Estado implica una resonancia de poder público que orienta la inmersión de este conocimiento como herramienta de protección de los bienes comunes inmateriales. La juntanza de las comunidades dentro de estos procesos de ASC solidifican todo un conjunto de saberes y quehaceres sociales que facilitan las transformaciones de los procesos comunales y la inclusión de nuevos conocimientos como parte de todo el andamiaje de co-creación que edifica la ciudadanía.
Es decir que, mediante la acción que se traduce en participación política, los bienes comunes no se sitúan en una búsqueda individual de la utilidad, sino en el reconocimiento de prácticas de conservación y transmisión de saberes que va desde lo gastronómico, productivo-agrícola hasta lo social. Dicha participación que se inscribe en el formalismo jurídico que ayuda a gestionar y tramitar lo colectivo, por tanto, desde la ASC para facilitar una co-creación y auto-organización efectiva de saberes tangibles e intangibles dentro de los territorios como espacios de acontecer sobre una trayectoria histórica que ya ha sido marcada por las tradiciones y la inmanencia de las comunidades.
El Territorio como bien común
Partimos de la premisa de que el territorio es un devenir social, histórico, cultural y una materialidad que comprende atributos como la apropiación y ocupación de este. En esa medida, en las últimas dos décadas el territorio como categoría de la geografía, se ha puesto en la palestra de la discusión semántica de las humanidades y el derecho. En esa medida, el territorio como indica Haesbaert (2011) y Torres (2016) no solo es lo físico-geográfico, sino que incluye la vida cotidiana, y las formas de apropiación política-poder, económica-productiva y simbólico-cultural que los sujetos construyen y transforman. El territorio nos remite a la expresión de un espacio geográfico, pero también de poder sobre este espacio, siendo entonces el resultado material, social y cultural inacabado de prácticas espaciales de apropiación, simbolización y significación, en las cuales el poder se despliega como potencia para delimitar, definir y demarcar.
Como indica Montoya (2009), el territorio tiene que ver con una manera particular que tiene una comunidad para construir el mundo y, desde luego, esta construcción tiene una inscripción temporal que alberga una continua transformación. De este modo, el territorio es construcción social posible y posibilitador de modos y medios de vida que están en transformación.
El territorio, como construcción social, es también un palimpsesto vivo, facilitado por usos y prácticas espaciales (Santos, 2000; Lefebvre, 2013), es decir, por operaciones y haceres multiformes y fragmentarios (De Certeau, 2007) que tienen su condición de posibilidad en una relación dialéctica entre lo simbólico y lo material, dada en lo cotidiano, esto es, en los haceres de lo menor (Lapoujade, 2008) que están entre la repetición y la diferencia (Deleuze, 2006) las cuales se componen de lo concedido y vivido en lo sensible y lo material (Torres, 2016).
El territorio se inscribe en lo político en cuanto este emerge como resultado de relaciones de poder, de subjetividades, dominación y resistencia (Foucault 2006) y (Haesbaert, 2011). Desde (Deleuze y Guatari, 1994) el territorio es pues también resultado de una instalación elaborada y un ensamblaje de prácticas socioespaciales, un proceso de codificación de las civilizaciones sedentarias y nómadas a través de la triada: territorialización, desterritorialización y reterritorialización. Se territorializa en la organización de lo uno (sedentario) y de lo otro (nómada), en la disposición de lo significado, codificado y atribuido por un grupo social; se desterritorializa al permitir el movimiento y el intercambio de los flujos, es decir, hay algo que se escapa y se configura; por último, se reterritorializa al romper lo existente, al movilizarse y crear otro sentido espacial.
La discusión, un tanto problemática, del territorio en clave de los bienes comunes se inscribe en la naturaleza social de este, en su concepción como ensamblaje de acciones y temporalidades que son resultados y co-creaciones en y desde lo social, mediante las prácticas que permiten abordarlo como relaciones simbólicas, de poder, de un aquí, del ahora, del consenso, del movimiento, en sí, el territorio como bien común tienen su sustrato en la capacidad de creación compartida y co-actividad que tiene lo común.
Plantear el territorio como bien común, es decir, como saber y materialidad mediante prácticas orales y de haceres, es partir de la premisa de que este se transforma de manera constante y simultánea, a través de usos y de formas de apropiación simbólicas y materiales, es decir, cuando territorializa, desterritorializa y reterritorializa. Los usos son un conjunto de acciones con múltiples finalidades, y las prácticas son haceres cotidianos, y en ambos la concepción de los derechos instala al territorio en la lógica de los intereses propios y colectivos, de modo que la posibilidad de los beneficios insta, por un lado, los derechos de propiedad privada en el cual hay un uso, transferencia y utilidad basada en a la lógica del mercado. Aquí el territorio es de propiedad individual, cuyo atributo jurídico es su sustrato material.
La posibilidad de los beneficios insta a los sujetos que hacen posible el territorio, a considerarlo como un asunto de propiedad simbólica si se quiere, puesto que en él está su historia de vida vecinal, afectiva, familiar y económica; el derecho al territorio pone en cuestión su naturaleza jurídica de propiedad individual, y ahonda en su concepción como producción social de la vida colectiva (Nates, 2020). En tal sentido, sigue siendo problemático el territorio como bien común, puesto que no hay un desarrollo jurisprudencial en Colombia que lo amplíe más allá de lo étnico, y de ser considerado bien público; esto último implica una relación horizontal Estado-sujeto para regular su disfrute.
Un horizonte posible para considerar el territorio como bien común está en concebirlo y reconocerlo como co-creación social compartida y de acción colectiva, posible por los afectos, las formas de habitarlo y significarlo, mediante usos y prácticas espaciales como son los saberes orales y de haceres, la historia compartida, las formas de organización, los acuerdos y los consensos colectivos. En especial, establecer acuerdos vinculantes de cooperación y reciprocidad que posibilite el disfrute de lo socialmente construido. Esto reposado en la democracia participativa que establece la Constitución Política Colombiana de 1991 (art. 1º y art 2 y los mecanismos de participación ciudadana Ley 134 de 1994) al situar la capacidad activa de los ciudadanos de intervenir en sus propios asuntos y decisiones que los afecten (Corte Constitucional, 2001). Dicha capacidad infiere que es un derecho y como tal, lo logrado mediante este, es un asunto de interés colectivo, lo cual es también un derecho colectivo.
Cuando concebimos el territorio como construcción social inscribiéndose en la lógica de re-producción de lo común, se facilita la participación de la comunidad que lo construye. Dicha concepción se expresa en reconocer, conservar y garantizar los ámbitos materiales, sociales, culturales y afectivos construidos desde procesos históricos de apropiación y transformaciones colectivas que no funcionan bajo una lógica mercantil. De modo que, el territorio desde el horizonte de lo común es una trama multidimensional, multiescalar e interconectada de procesos de co-creación o autopoéticos que se sostienen en las relaciones materiales y socioculturales históricas en las cuales son posibles por los modos y medios de vida; lo primero dan cuenta de las maneras heterogéneas de existencia corporal, afectiva, social y cultural, y lo segundo, son las actividades productivas de subsistencia. Desde luego, los modos y medios de vida son los que manifiestan un derecho al territorio como un asunto colectivo.
Conclusiones
La pedagogía social en los bienes comunes también se fundamenta dentro de ese proceso de prácticas orales y de haceres que a través del cómo se transmite y conversa los saberes, se posibilita la juntanza y el construir colectividades. Esta pedagogía que tiene un sentido etnoeducativo, no debe perder esos orígenes que la motivaron a la configuración de prácticas y saberes comunitarios que tienen los pueblos frente a los asuntos concernientes de la lucha por los derechos sociales y por el derecho a lo común, a lo construido desde y para lo social. Es así como esa pedagogía social debe ir en consonancia con el aprendizaje del cuidado y permanencia de los bienes comunes dentro de una sociedad.
Desde esta perspectiva, los bienes desde un horizonte de lo común no deben concebirse como lo público, puesto que lo reduce a las posibilidades estatales, por el contrario, se reconocen como materialidades y vínculos sociales que se metamorfosean. No obstante, la problematización de los bienes comunes es permanente. Lo común congrega, es de naturaleza política, pero el capitalismo lo avasalla y amenaza con desaparecerlo, con rentabilizarlo; desde luego, no se trata de romantizar la discusión, sino cuestionar ¿quién es el quien de lo común?, es decir, ¿para quién es lo común? Y ¿quién lo hace posible?, pues esto implica activarlo, hacerlo aparecer desde el quién y el para qué de los mismos. En tal sentido, los bienes comunes funcionan en un presente capitalista y, desde luego, esto hace que ese yo, tú, ellos y nosotros, sean quienes los hagan aparecer como un asunto colectivo susceptible y necesario de defender. Por otro lado, los bienes comunes están en una tensión de vincularse o desvincularse de las comunidades o grupos sociales, toda vez que, lo jurídico como lo económico los determinan, y con ello, se garantiza el disfrute de estos.
En este último punto es pertinente considerar que los bienes comunes son comunes para un grupo en específico, en la medida que hay una juntaza para constituirlos; esto en cierta manera no puede desconocer la relación y tensión entre segregación y vinculación en la cual están inmersos; esta no tiende a desaparecer. Pero, los bienes comunes pasan por un gobierno que los hace operar desde mecanismos jurídicos, a través de la concepción de los derechos. Si bien, la tensión antes mencionada no se resuelve fácil, la concepción de los bienes comunes se amplía a un terreno no solo étnico e histórico, sino también a otras comunidades que en los últimos veinte años han construido territorios y que, a través de maneras de hacer y transmitir saberes y experiencias, han configurado bienes comunes. La mayoría son bienes intangibles, con una fuerza creadora que vincula y hace posible sus formas de habitar un territorio y sus formas de relacionarse social, política y culturalmente.
Por tanto, es necesario que los bienes comunes intangibles o inmateriales se reconozcan desde quienes los hacen posible como medios y modos de vida. Tales bienes también son procesos políticos de participación e iniciativas comunitarias, ASC, hasta saberes políticos, procesos culturales, artísticos y organizacionales. Por otro lado, desde lo jurídico y la apropiación social del conocimiento tenemos, en primera instancia la fisura constitucional que ocurre en el ámbito jurídico colombiano y, se refiere, a la brecha generada entre la propiedad privada que acaece con el derecho natural y la propiedad colectiva que está estipulada en la Constitución Política de Colombia de 1991; sin embargo, es evidente que a partir de las prácticas colectivas de la juntanza comunitaria de los bienes comunes, lo colectivo también pasa por el derecho a la propiedad privada.
Los bienes comunes materiales son finitos y no perduran en el tiempo, es decir, que estos bienes constan de una protección especial por parte de la sociedad que se beneficia de ellos, pero que también están en constante renovación material. Por otra parte, los bienes comunes intangibles o inmateriales, permanecen en el tiempo y son infinitos porque son los símbolos culturales que atraviesan la memoria y la oralidad de los pueblos que los construyen y reconstruyen en sus acciones políticas grupales.
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